miércoles, 10 de septiembre de 2008

Reseña de libro


El retablo de Eliseo Alberto

Por Félix Luis Viera

La editorial Planeta Mexicana ha dado a la luz El retablo del Conde Eros, la más reciente novela del escritor cubano, residente en México, Eliseo Alberto. La trama de esta obra se desarrolla en La Habana de la década de 1950 y creo que aquí los buscadores de Anacronismos de Destrucción Masiva, nada encontrarán: los matices de época, la idiosincrasia, las costumbres expuestas, los giros del lenguaje, las referencias a las locaciones, son justos, y nunca excesivos según corresponda; a menos que mi ojo, que mucho buscó en este sentido, haya tenido alguna falla; de cualquier manera, convoco a la réplica.

Tres son los personajes principales de la novela: Julián Dalmau, actor cubano que regresa de Estados Unidos invitado para dirigir una obra en un teatro habanero, quien trae consigo la firme determinación de suicidarse luego de concluida la primera función (por razones que no aviso al lector); el Conde Eros, escritor frustrado, editor de sus propias novelas más bien funambulescas; y otro artista fallido: el obseso Pietro Zamorinni, “el mejor tenor de Cuba”, según sus delirios.

A su arribo a La Habana luego de 25 años de ausencia, el azar llevará al reconocido actor Julián Dalmau a toparse con el Conde Eros y con Zamorinni, y asimismo con una miríada de otros personajes que darán vuelta a los destinos que se ha autoimpuesto Dalmau, eterno sufridor por la muerte de su hijo, de la que se considera, en parte, culpable.

Más que proyectarme hacia el argumento –sólido, vasto por sus subtramas y meandros, revelador de las intríngulis en buena medida del mundo del teatro, y de buen fruto para cualquier lector, sea o no cubano–, quisiera, en las pocas líneas que me son permitidas, enrumbar las pupilas hacia los aspectos formales de esta novela que, en mi humilde opinión, es la mejor de todas las publicadas por Eliseo Alberto.

Primero, los personajes secundarios y ocasionales juegan un papel decisivo en la acción narrativa, pueden ser “tantos que se atropellan” (creo que en 225 páginas resulta casi una hazaña lidiar, atinadamente, con tanta “gente”) pero están llevados con mano firme, sin excesos ni carencias; algo que es verdaderamente difícil de lograr en una narración. Quiero decir: uno, que sean tantos personajes, y dos que ni sobren ni falten ni aburran ni desaparezcan a conveniencia del autor.

Segundo, si bien en sus obras anteriores Eliseo Alberto se ha apoyado sobre todo en su capacidad para fabular (es decir, hiperbolizar, crear tramas de “excepcionalismo” verosímil), en ésta no abandona esa condición, pero el ingenio, tanto en la estructuración de la novela como en las exposiciones verbales, le gana a lo primero. Asimismo, hay una limpieza evidente de frases ampulosas, grandilocuentes. El diseño de la novela es casi convencional (aunque alguien podría argüir lo contrario al hallarse con fragmentos de las novelucas “reparadas” del Conde Eros insertas en el cuerpo narrativo, amén de fragmentos de libretos de teatro) y eso creo que le aporta suficiente peso para que el lector no quiera detenerse en ningún momento. Es decir, la narración va duro y por el medio: las retrospectivas llegan diáfanas y sólo cuando en verdad se justifican.

Tercero, un narrador omnisciente –que por momentos quizás se acerca peligrosamente al autor, al narrador o al personaje– funciona con una concisión que levanta y levanta la narración hasta llegar con incansable constancia a eso que llamamos intensidad, y a eso otro que llamamos tensión. Por más que el narrador nos haga creer que él no es el narrador, sino un “costurero” de las locuras del trashumante escribano Conde Eros, no es cierto; repito: el narrador eje de esta novela es su mayor portento. Aun cuando el propio autor, al final, nos diga que él mismo es el narrador; claro que no, pero es un buen truco.

Cuarto, no sé si quienes antes han escrito sobre esta obra han notado la maestría que se alcanza mediante la utilización del diálogo: ya sabemos que esta condición es una de las más escabrosas para la creación narrativa, aunque no lo pareciera. Los diálogos alcanzan un papel preponderante, no sólo por la concisión que les es inherente, lograda de manera excelente, sino sobre todo porque en no pocas ocasiones nos ofrecen, con cuatro golpes de tecla, la información que valdría una cuartilla si el autor se fuese por el camino de la narración llana. Para apoyar lo antes dicho, remito a las primeras 60 páginas: con cuatro palabras, los personajes (valer de los personajes ocasionales, enfatizo) con que se va topando Dalmau, nos dan un flashazo que de inmediato nos ubican en el entorno, tentativamente en lo que sucederá, oblicuamente en lo que ha sucedido antes del arribo del actor a La Habana. Esto puede parecer secundario, pero mantengo que es difícil de alcanzar y a lo largo de toda la novela se convierte en uno de los factores que obran a favor de su calidad.

Quinto, si como afirman muchos –afirmación a la que me sumo–, una novela esencialmente entretiene, pero además educa, forma, modela, informa, subvierte… he aquí la totalidad que alcanza El retablo… Lejana de la onda (¿o la moda?) de hoy día de las novelas “epocales”, “históricas”, de vacuos chismes “políticos”, neutrales en cuanto a la exposición de las honduras sociales o de las trabazones de la existencia humana; en fin, lejana de esas novelas “masivas” que bien se venden pero que, por su insipidez, poco jugo dejan en las aurículas. Esto, sin demeritar el humor –“acubanado”, pero asequible– que salta en uno y otro punto de la narración, así como el recurso del sexo (no del erotismo), el cual, en mi opinión, es tratado de manera descarnada pero, he ahí el detalle, cuando las almas de quienes lo ejecutan se hallan asimismo descarnadas, necesitadas de agarrarse del clavo ardiente que resulta el hecho sexual para sobrevivir al menos un instante más. Es decir, de ninguna manera el sexo por el sexo, o el sexo como efectismo narrativo.

Sexto, las novelas de la sapiencia suelen aburrirnos; las de la sabiduría nos hacen cimbrar los adentros constantemente. El retablo del Conde Eros es de las segundas. Mi ejemplar está marcado con más de treinta frases de suma profundidad, que te paran del asiento por su poder para, reflexiones en sí mismas, hacerte reflexionar sobre los vaivenes de la vida, y de la muerte. Frases, digámoslo de una vez, que te muestran ese lado de la existencia en que no habías reparado. He aquí otro de los elementos que colaboran para hacer de El retablo…, a mi juicio, una de las novelas cubanas más interesantes de la actualidad, amén de dar vida a personajes, convincentes, sólidos, pero sobre todo inéditos en la literatura isleña más reciente.

Prostitutas, homosexuales, proxenetas, alcohólicos, extasiados, estafadores, paranoicos, cornudos no confesos, locos sublimes, pragmáticos, románticos a tiempo completo, saltan hacia nosotros desde la década cubana de 1950 por medio de la acción narrativa. Y suma y sigue.

Desde que se iniciara, hace más de dos décadas, con La Fogata roja, Eliseo Alberto ha cosechado una obra novelística que lo ubica entre los más destacados cultivadores del género de (no digo “en” por si acaso) Cuba. Pero al leer su más reciente novela, considero que esto no es lo más importante. Lo más importante es que a lo largo del camino ha sabido despojarse de todo lastre que pudiera recargar negativamente sus creaciones: El retablo del Conde Eros así lo demuestra de manera rotunda. La nave ha quedado lista para seguir el viaje con toda limpidez y precisión. Se agradece.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Reseña de libro


La que se fue de Félix Luis Viera

Por Manuel de Jesús Jiménez

Los libros que tratan en torno al ser amado son, por así decirlo, una de las causas y consecuencias últimas del quehacer poético en todo lugar, donde la silueta de aquella persona aparece y desaparece en una flama de mundos y épocas líricas. Tal vez uno de los poemarios por antonomasia en las letras en español, que celebra el sentimiento hacia el ser amado sea Veinte poemas de amor y una canción desesperada, obra referente de Pablo Neruda, en la que se da un desdoblamiento total del poeta para mitificar a las mujeres. Félix Luis Viera (Santa Clara, Cuba, 1945) en ésta antología de cinco libros publicados desde el año de 1976 hasta 1994, no busca la reconstrucción idealizada de sus amadas, pues dice “muchacha tan sencilla como una peluquería medieval”; sin embargo no niega el carácter inspirador de ellas, de cómo la poesía –que llegan a ser las mujeres– está lejos de los poemas, pues advierte el autor “Esta mujer que no sabe nada de Poesía”. Viera asume a la feminidad tal y como se le presenta, para desde ahí partir hacia una trayectoria de metáforas ágiles y nostálgicas que aún se respiran en el viento. En tanto que Neruda se preocupa en contarnos relatos heroicos en sus veinte poemas, Félix Luis nos confiesa “Mientras afuera llueve sonoro y sorpresivamente desde aquí aseguro el naufragio”. Así quizá Viera sólo conserva la “canción desesperada” de Neruda, porque la ansiedad y lo inasequible son tonos constantes en sus poemas.

Los versos de Félix Luis Viera suenan sinceros, en su lectura se nota el esfuerzo vivencial de las palabras. Las imágenes no suelen ser caprichosas ni puestas al arbitrio de la extravagancia, parecen ser playas líricas que muestran un paisaje con un mar más cercano y lejano a la vez. El poeta sabe que en la hoja hay un vacío preciso para ser colmado con el sustantivo y adjetivo visto en otro tiempo, al reencontrarse con él, llegan las palabras puntuales a tocar sus sienes. La emotividad del momento es el poema más real que nos puede brindar Félix, pero sabe que se irá después. “Dejadla así, allá, en el tiempo”.

Viera es uno de esos poetas que no se reservan nada, que no tienen miedo a desbordarse en el papel. Conoce la actitud verdadera del escritor como un creador con disciplina, pero a su vez, la de un creador que va dejando la huella de sus manos por todas partes. Entiende que se acaba paulatinamente, pero sabe que al final todos sus órganos se conservan en lo que escribe y deja de escribir todos los días, en los idilios y las mujeres que los provocaron. En el poema se vuelve a leer aquello por primera vez, la ignota sugiere a tantas: desde unas caderas negras que lo acompañan desde su patria hasta las piernas enormes que andan por la Ciudad de México. Son todas y ninguna, la que se fue y la que pudo ser, alguna colegiala que viene nuevamente “con sus ojos redondos y castaños”, “la dama de la noche” con la rajadura de estrella y su voz de contralto. La que apenas lo saluda hoy y la que lo conoce desde siempre.

La voz de Félix Luis Viera se vuelve triste y la añoranza es lo que la mantiene sonando. Es como una tarde lluviosa cuando el alma se moja poco a poco y Vallejo está al lado. El poeta conoce sobre la manera fugitiva de las mujeres, se entera de la huída, de la partida sigilosa cuando él fuma un cigarro a mitad de la madrugada., cuando pregunta por ella y el silencio responde con una voz ajena. ¿Por qué se fue? Es lo que se cuestiona al despertar en las mañanas o quizá ya lo sabe tras mirar de nuevo el camino que tomó. La que se fue es también una forma de preguntarse ¿a dónde fue?


El libro se encuentra a la venta en la Librería y Cafetería La Palabreta, ubicada en Álvaro Obregón 85, local C, Col. Roma (a la vuelta de la esquina de la Casa del Poeta Ramón López Velarde. Metro Niños Héroes, Insurgentes y Metrobús Álvaro Obregón).