Por Félix Luis Viera
La editorial Planeta Mexicana ha dado a la luz El retablo del Conde Eros, la más reciente novela del escritor cubano, residente en México, Eliseo Alberto. La trama de esta obra se desarrolla en La Habana de la década de 1950 y creo que aquí los buscadores de Anacronismos de Destrucción Masiva, nada encontrarán: los matices de época, la idiosincrasia, las costumbres expuestas, los giros del lenguaje, las referencias a las locaciones, son justos, y nunca excesivos según corresponda; a menos que mi ojo, que mucho buscó en este sentido, haya tenido alguna falla; de cualquier manera, convoco a la réplica.
Tres son los personajes principales de la novela: Julián Dalmau, actor cubano que regresa de Estados Unidos invitado para dirigir una obra en un teatro habanero, quien trae consigo la firme determinación de suicidarse luego de concluida la primera función (por razones que no aviso al lector); el Conde Eros, escritor frustrado, editor de sus propias novelas más bien funambulescas; y otro artista fallido: el obseso Pietro Zamorinni, “el mejor tenor de Cuba”, según sus delirios.
A su arribo a La Habana luego de 25 años de ausencia, el azar llevará al reconocido actor Julián Dalmau a toparse con el Conde Eros y con Zamorinni, y asimismo con una miríada de otros personajes que darán vuelta a los destinos que se ha autoimpuesto Dalmau, eterno sufridor por la muerte de su hijo, de la que se considera, en parte, culpable.
Más que proyectarme hacia el argumento –sólido, vasto por sus subtramas y meandros, revelador de las intríngulis en buena medida del mundo del teatro, y de buen fruto para cualquier lector, sea o no cubano–, quisiera, en las pocas líneas que me son permitidas, enrumbar las pupilas hacia los aspectos formales de esta novela que, en mi humilde opinión, es la mejor de todas las publicadas por Eliseo Alberto.
Primero, los personajes secundarios y ocasionales juegan un papel decisivo en la acción narrativa, pueden ser “tantos que se atropellan” (creo que en 225 páginas resulta casi una hazaña lidiar, atinadamente, con tanta “gente”) pero están llevados con mano firme, sin excesos ni carencias; algo que es verdaderamente difícil de lograr en una narración. Quiero decir: uno, que sean tantos personajes, y dos que ni sobren ni falten ni aburran ni desaparezcan a conveniencia del autor.
Segundo, si bien en sus obras anteriores Eliseo Alberto se ha apoyado sobre todo en su capacidad para fabular (es decir, hiperbolizar, crear tramas de “excepcionalismo” verosímil), en ésta no abandona esa condición, pero el ingenio, tanto en la estructuración de la novela como en las exposiciones verbales, le gana a lo primero. Asimismo, hay una limpieza evidente de frases ampulosas, grandilocuentes. El diseño de la novela es casi convencional (aunque alguien podría argüir lo contrario al hallarse con fragmentos de las novelucas “reparadas” del Conde Eros insertas en el cuerpo narrativo, amén de fragmentos de libretos de teatro) y eso creo que le aporta suficiente peso para que el lector no quiera detenerse en ningún momento. Es decir, la narración va duro y por el medio: las retrospectivas llegan diáfanas y sólo cuando en verdad se justifican.
Tercero, un narrador omnisciente –que por momentos quizás se acerca peligrosamente al autor, al narrador o al personaje– funciona con una concisión que levanta y levanta la narración hasta llegar con incansable constancia a eso que llamamos intensidad, y a eso otro que llamamos tensión. Por más que el narrador nos haga creer que él no es el narrador, sino un “costurero” de las locuras del trashumante escribano Conde Eros, no es cierto; repito: el narrador eje de esta novela es su mayor portento. Aun cuando el propio autor, al final, nos diga que él mismo es el narrador; claro que no, pero es un buen truco.
Cuarto, no sé si quienes antes han escrito sobre esta obra han notado la maestría que se alcanza mediante la utilización del diálogo: ya sabemos que esta condición es una de las más escabrosas para la creación narrativa, aunque no lo pareciera. Los diálogos alcanzan un papel preponderante, no sólo por la concisión que les es inherente, lograda de manera excelente, sino sobre todo porque en no pocas ocasiones nos ofrecen, con cuatro golpes de tecla, la información que valdría una cuartilla si el autor se fuese por el camino de la narración llana. Para apoyar lo antes dicho, remito a las primeras 60 páginas: con cuatro palabras, los personajes (valer de los personajes ocasionales, enfatizo) con que se va topando Dalmau, nos dan un flashazo que de inmediato nos ubican en el entorno, tentativamente en lo que sucederá, oblicuamente en lo que ha sucedido antes del arribo del actor a La Habana. Esto puede parecer secundario, pero mantengo que es difícil de alcanzar y a lo largo de toda la novela se convierte en uno de los factores que obran a favor de su calidad.
Quinto, si como afirman muchos –afirmación a la que me sumo–, una novela esencialmente entretiene, pero además educa, forma, modela, informa, subvierte… he aquí la totalidad que alcanza El retablo… Lejana de la onda (¿o la moda?) de hoy día de las novelas “epocales”, “históricas”, de vacuos chismes “políticos”, neutrales en cuanto a la exposición de las honduras sociales o de las trabazones de la existencia humana; en fin, lejana de esas novelas “masivas” que bien se venden pero que, por su insipidez, poco jugo dejan en las aurículas. Esto, sin demeritar el humor –“acubanado”, pero asequible– que salta en uno y otro punto de la narración, así como el recurso del sexo (no del erotismo), el cual, en mi opinión, es tratado de manera descarnada pero, he ahí el detalle, cuando las almas de quienes lo ejecutan se hallan asimismo descarnadas, necesitadas de agarrarse del clavo ardiente que resulta el hecho sexual para sobrevivir al menos un instante más. Es decir, de ninguna manera el sexo por el sexo, o el sexo como efectismo narrativo.
Sexto, las novelas de la sapiencia suelen aburrirnos; las de la sabiduría nos hacen cimbrar los adentros constantemente. El retablo del Conde Eros es de las segundas. Mi ejemplar está marcado con más de treinta frases de suma profundidad, que te paran del asiento por su poder para, reflexiones en sí mismas, hacerte reflexionar sobre los vaivenes de la vida, y de la muerte. Frases, digámoslo de una vez, que te muestran ese lado de la existencia en que no habías reparado. He aquí otro de los elementos que colaboran para hacer de El retablo…, a mi juicio, una de las novelas cubanas más interesantes de la actualidad, amén de dar vida a personajes, convincentes, sólidos, pero sobre todo inéditos en la literatura isleña más reciente.
Prostitutas, homosexuales, proxenetas, alcohólicos, extasiados, estafadores, paranoicos, cornudos no confesos, locos sublimes, pragmáticos, románticos a tiempo completo, saltan hacia nosotros desde la década cubana de 1950 por medio de la acción narrativa. Y suma y sigue.
Desde que se iniciara, hace más de dos décadas, con La Fogata roja, Eliseo Alberto ha cosechado una obra novelística que lo ubica entre los más destacados cultivadores del género de (no digo “en” por si acaso) Cuba. Pero al leer su más reciente novela, considero que esto no es lo más importante. Lo más importante es que a lo largo del camino ha sabido despojarse de todo lastre que pudiera recargar negativamente sus creaciones: El retablo del Conde Eros así lo demuestra de manera rotunda. La nave ha quedado lista para seguir el viaje con toda limpidez y precisión. Se agradece.