domingo, 9 de septiembre de 2007

Reseña de libro


Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago

Creo que estamos ciegos,
ciegos que ven,
ciegos que,
viendo, no ven.

Una luz cegadora totalmente blanca que no permite ver absolutamente nada. Un mundo donde todos los seres humanos se ven condenados a moverse en una ciudad albergue de ciegos. Un universo interno en el que al individuo se le niega el generoso descanso que otorga la oscuridad al cerrar los ojos. Desesperación, suciedad, miseria humana, es lo que somos cuando nos volvemos ciegos y no vemos más allá de nuestros propios intereses, es lo que nos dice el escritor portugués José Saramago (1922) en su novela Ensayo sobre la ceguera (1995).

Haciendo uso de un estilo característicamente propio –que será mejorado en El evangelio según Jesucristo– describe con gran profusión en Ensayo sobre la ceguera la desgracia de volverse ciego; pero no en un mundo donde todavía hay seres que ven y guían, sino en un lugar lleno de individuos carentes, unos como los otros, de la vista.

Con un completo dominio del lenguaje y una manera muy suya de llevar la narración que, por cierto, se ve acertadamente matizada con toques filosóficos, Saramago nos sumerge en la vívida desgracia de los protagonistas.

Pero la ceguera de la que habla el autor no es necesariamente la de los ojos, sino más bien la de los sentimientos. A pesar de que la idea principal de esta novela gira alrededor de esto último, durante su desarrollo narrativo pareciera que el tema es la catástrofe de volverse súbitamente invidente.

Lo cual es un muy buen recurso porque logra provocar en el lector una especie de intranquilidad: ¿será que si cerramos nosotros también los ojos, nos atacará una ceguera repentina? Y sin más preámbulo, tenemos que cerrar los ojos y ver qué pasa. Afortunadamente nada sucede. Lo esencial es que Saramago, sin proponérselo –o tal vez proponiéndoselo– logra un estupendo efecto en quien lo lee gracias a su grandiosa capacidad narrativa.

Otro acierto es el hecho de que durante toda la novela jamás menciona el nombre de los personajes. Todos son reconocidos por alguna seña particular, así por ejemplo, tenemos al primer ciego (a quien siempre identificamos de esa manera), a la esposa del primer ciego, al médico, la mujer del médico, el viejo de la venda negra, la chica de las gafas oscuras, el niño estrábico, de tal modo que nunca nos enteramos de su nombre, lo cual no es necesario para conocerlos e, incluso, identificarnos con ellos.

“Hay en nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”, declara alguno. De esta manera, tal vez el deseo más profundo del ser humano sea poder darse a sí mismo, un día, el nombre que le falta. Llenar el vacío de identidad que no le permite conocerse completamente.

Una ceguera contagiosa que se expande y se transmite con sólo ver los ojos de alguno de los ciegos es tan aterrador como posible en el universo de la imaginación y tan espeluznante como el hecho de ser enclaustrado en un espacio del que no hay salida posible si no es la muerte.

En tal situación, condenados a una reclusión forzosa, sin noticias del mundo exterior, abandonados a la propia suerte, inventando nuevas formas de organización para no sucumbir de hambre o desamparo, acaba por ponerse de manifiesto lo peor del alma humana: la maldad, el egoísmo, la crueldad, la avaricia, el rencor.

Entre todos los ciegos, habrá sólo una mujer que tendrá la enorme “responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron” y que nos enseñará que la ceguera también es “vivir un mundo donde se ha acabado la esperanza”.

El mensaje final es tan alentador como concluyente: siempre queda un poco de bondad y humanidad para conservar la esperanza.

Un libro ya clásico que no debe faltar en nuestra biblioteca.

1 comentario:

la-filistea dijo...

Estoy leyendo ese libro, y en las primeras páginas me ha dejado impresionada con su estilo.
Al principio me pareció muy raro, por la forma en que escribe los diálogos.

Aún con lo poco que he leído puedo recomendarlo.

Saludos.