martes, 18 de diciembre de 2007

Cuento


Al sol, sangre

Por Mónica Nava

I

Hacía apenas unos momentos que Coyolxauhqui se había eclipsado detrás de las primeras claridades en el firmamento y Huitzilopochtli aparecía lúcido, refulgente, vencedor, con su casco de colibrí adornando su cabeza y coloreando de a poco el éter después de la lucha que había librado con el poderoso Tezcatlipoca, el dios negro, señor del cielo nocturno, y extendía el brazo para esparcir calor en toda la meseta central del valle de México.

Hijo mío muy amado y muy tierno: capta aquí la doctrina que nos dejaron nuestros antepasados. Sábete y entiende que no es aquí tu casa donde has nacido, porque eres soldado y criado del que está en todas partes; pero esta casa donde has nacido no es sino una posada donde has llegado, es tu salida para este mundo. Tu propia tierra otra es; para otra parte estás prometido, que es el campo donde se traban las batallas, para allí eres enviado: tu oficio y facultad es la guerra. Tu obligación es dar de beber al sol sangre de tus enemigos, y dar de comer a la tierra con los cuerpos de ellos. ¡Ojalá que seas digno de morir en el campo de batalla y recibir en él muerte florida!”
La partera azteca acabó de pronunciar las palabras y cortó cuidadosamente el cordón umbilical. Se lo entregó al padre que orgulloso presenciaba la escena. Él mañana saldría a enterrarlo en territorio enemigo para que una atracción secreta llevara al niño a hacer la guerra en esas regiones. La madre sacó del huipilli un seno generoso, moreno y limpio que el crío apresó inmediatamente entre sus menudos labios. Cuando terminó de comer se le permitió dormir, pero antes fue sometido a una inspección cuidadosa por parte del padre quien al término del reconocimiento se manifestó plenamente convencido de que el niño no tenía ningún defecto y que era totalmente apto para desarrollar su vida como un impecable guerrero. Así, recién llegado, pequeño y escuálido, recordaba una lagartija, por lo que se le llamó Cuetzpallin.

Un poco más allá, hacia el norte, en la altiplanicie mexicana, también aparecía Huitzilopochtli, poderoso y supremo; bajo su luz benefactora y cálida se escuchaban los primeros gritos de otro guerrero que hacía su arribo al cosmos, pero esta vez, la partera tlaxcalteca no pronunció las palabras dirigidas a los combatientes porque las costumbres de esta parte de la tierra no eran las mismas que las de sus opresores, aquellos que habitaban en el valle de Anáhuac, “lugar de junto a las aguas”, en la gran Tenochtitlan. Y sin embargo, el niño, era ya protegido por uno de los dioses más poderosos: el señor de la guerra. El vástago nació moreno, como todos en aquellos tiempos y en aquellas tierras, con una mancha color café oscuro en la espalda, a la altura de la cadera, por lo que su madre le llamó Tlahuicole, “el de la Insignia de Barro”.

Y así nacieron, Tlahuicole y Cuetzpallin, el mismo día, en el decimoquinto mes azteca, el Panquetzaliztli, cuando se realizaba la ceremonia en honor del dios guerrero Huitzilopochtli, y el sacerdote atravesaba con una flecha la masa preparada con sangre de combatientes capturados y sacrificados para tal ocasión.

1

Tu obligación es dar de beber al sol sangre de tus enemigos y dar de comer a la tierra con los cuerpos de ellos, escuchaba Cuetzpallin mientras atravesaba corriendo la ladera. Sus padres e instructores le habían repetido esas palabras todos los días de su vida. Y eran de suma importancia. Su mayor y principal responsabilidad: su misión divina. La partera que lo recibió se las dijo, aquel día, cuando su madre lo vio y le pareció una pequeña lagartija, pero ahora, veinte años después, era un mozo fuerte, de piel lampiña, cabello negro, largo, sin barba porque su madre le había aplicado paños calientes para que no le naciera. Tu obligación es dar de beber... y ahora se encontraba frente al enemigo, haciendo cantidad de esfuerzos porque él aún era joven y había guerreros más experimentados y más fornidos... al sol sangre de tus... el combatiente al que se enfrentaba era en verdad fuerte... enemigos...

2

Las flechas de los arcos y las piedras de las hondas ya habían sido disparados hace rato, las lanzas y los dardos hacía poco que se habían agotado, ahora venía el combate cuerpo a cuerpo y Tlahuicole no tenía miedo. Nunca lo había tenido. A pesar de no ser combatiente azteca también había sido instruido en una educación guerrera y además sabía, tenía la certeza, que el dios de la guerra, el dios del Sol, estaba con él; lo había bendecido con la mancha en su espalda, una mancha igual a las que el mismo astro tenía dentro de sí, con pequeños surcos que salían del centro iguales a los rayos que blandía el dios y por eso se llamaba Tlahuicole, el de la Insignia de Barro.

3

A veces Cuetzpallin se preguntaba si en verdad a Huitzilopochtli le complacía tanta muerte y tanta sangre y si en realidad renacía cada mañana gracias a los sacrificios consagrados. Y a veces se preguntaba más y se imaginaba qué pasaría si un día dejaran de brindar corazones recién palpitantes, y entonces sospechaba, en contra de toda lógica, días en los que no se ofrecía muerte alguna y el dios volvía a aparecer vencedor nuevamente y para siempre. Pero a veces se imaginaba más y se preguntaba si en verdad había un dios que se llamaba Hitzilopochtli y era el dios del sol y de la guerra por quien él y todos los demás guerreros mataban e, ineludiblemente, morirían.

Pero a pesar de ideas raras, que a nadie decía porque ganaría enormes castigos y probablemente una muerte indigna, Cuetzpallin tenía muy arraigada su misión... tu obligación es dar de beber...además de que se complacía extremadamente cuando veía a los enemigos llevados hasta el templo... al sol sangre... y ahí ser desollados en la cumbre de la pirámide y después sus pieles inermes bailaban pegadas, abrazadas a los cuerpos de sus captores... de tus enemigos.

4

El guerrero azteca al que se enfrentaba Tlahuicole era en verdad muy ágil, se notaba que había crecido bajo las instrucciones de beligerantes maestros ya que blandía con ligereza y prontitud su tepuztopilli de dos metros de largo (que agitaba al aire las hermosas plumas con que se adornaba) al tiempo que frenaba sus acometidas con el chimalli de madera, perfectamente reforzado con cuero y cañas y sus plumas también eran un balanceo de colores que se movían al ritmo que marcaba su propio tepuztopilli. Y Tlahuicole, encandilado en ese movimiento, no vio cuando...

El golpe le desgarró el costado derecho... Y Huitzilopochtli resplandecía, mirando la batalla, en lo alto.

5

Cada vez que se encontraba en la lucha, las palabras que lo acompañaran toda su vida... tu obligación es dar de beber... reforzaban su ánimo y le daban más fuerza. Lo hacían un guerrero avezado que nunca perdía un combate. Por su comportamiento y habilidad en el campo de batalla había recibido como recompensa algunos premios. El primer cautivo le había ganado su admisión en la sociedad como joven guerrero con todos los derechos y privilegios de su rango, incluido el de casarse. Y este pobre tlaxcalteca, con todo y que no es malo en la lucha, iba a ser su segundo prisionero, llegando con él puestos de honor y poder. Ya lo veía, arrastrado hasta el templo, tendido con el pecho abierto y su corazón elevado a las alturas, hacia el sol... al sol, sangre de tus enemigos...

6

Que difícil esta lucha, Tlahuicole debilitado, Tlahuicole hijo del sol, marcado por el dios, perdido, alcanzado por un golpe del tepuztopilli enemigo. La joven sangre guerrera, brota, y el adversario emite el jubiloso grito de triunfo. El tlaxcalteca ha caído de rodillas sobre la tierra caliente, la cabeza gira en dirección hacia donde debe estar su padre, su protector. Las plumas siguen bailando en el aire, con un vaivén de colores que marean, que adormecen, bajo el fondo de un cielo muy azul.

II

Esa noche Cuetzpallin sueña con Tlahuicole, el prisionero que atrapó unas horas antes. Se miran a los ojos y a él le ha nacido de repente una mancha en la espalda que, curiosamente, parece un sol. El guerrero azteca ve a su adversario contemplándolo a lo lejos mientras él avanza lentamente hacia el templo, donde sabe, su corazón será extirpado. Cuetzpallin se despierta súbitamente, sudando, pero de inmediato se da cuenta de que simplemente ha sido un sueño. A la mañana siguiente va a visitar al prisionero que se halla atrapado dentro de una jaula de madera. Cuetzpallin camina hasta colocarse frente a la celda y sus manos se detienen en los barrotes; parado ante ella, llama al cautivo. Tlahuicole, que estaba en cuclillas, se incorpora y va a su encuentro. Por largos momentos sus ojos convergen, las pupilas negras, el cabello largo, la piel lampiña, morena. Tan parecidos que en una mirada rápida, ningún ser humano notaría la diferencia.

Los ojos de Cuetzpallin se abren de repente, asustados, porque Tlahuicole ha sacado sus manos y las posa sobre las de él, apretando fuertemente contra los barrotes. De repente todo ha pasado. Ya se escuchan los tambores, los silbatos, las flautas que hacen música indicando el comienzo de la ceremonia. Ha llegado la hora de llevar al templo a quienes en unos momentos deberán ser inmolados. Cuetzpallin respira profundamente, calmado. Todo acabará muy pronto.

Imprevisiblemente ha sentido que lo toman del brazo con gran fuerza y que es jaloneado para que salga de la jaula. Sus captores lo llevan a empujones hacia el templo del dios que pide sangre... tu obligación es dar de beber... sangre para renacer mañana... al sol, sangre de..., siente manos que lo ayudan a ascender los escalones que llevan al altar... tus enemigos... de repente vuelve la cabeza y distingue, allá abajo, al pie del templo, a Tlahuicole que lo observa subir lentamente los peldaños. En ese momento, Cuetzpallin comprende que en realidad, el sueño donde es un guerrero azteca, ha terminado.

Siente el petrificado altar debajo del cuerpo, tendido de espaldas, los ojos abiertos al firmamento, llenándose de azul, deslumbrado por el dios al que es ofrecido, ve la mano que se eleva empuñando la cuchilla que habrá de partir su carne y que hace los honores propios del decimoquinto mes azteca, el Panquetzalitztli.

Huitzilopochtli, observa satisfecho, ya abriendo las fauces para devorar la sangre mientras emite grandes carcajadas.

Tepuztopilli: lanza

Chimalli: escudo


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